La histeria indeterminada de la vida de Cassavetes: Faces
John Cassavetes nace el 9 de diciembre de 1929 en Nueva York, en una familia de origen griego. A principio de los años cincuenta ingresa en la Academy of Dramatic Arts en Nueva York, fuertemente influida por el estilo del Actor's Studio. En marzo de 1954 se casa con una joven actriz, Gena Rowlands, que le acompañará toda su vida. Tras numeroso pequeños papeles en telefilmes y películas de segunda fila rueda en 1956 sus dos primeras películas como protagonista, Crime in the Streets, de Don Siegel y Edge of the City, de Martin Ritt. Ese mismo años funda un taller teatral, el Variety Arts Studio. A punto de convertirse en estrella, comienza en 1957 el rodaje de Shadows. Termina una primera versión de la película que se proyecta a finales del 58. Jonas Mekas y los independientes neoyorquinos lo reciben como uno de los suyos. En 1959 firma un contrato providencial con la NBC para la famosa serie Johnny Staccato, que le permite cubrir los veinte mil dólares de deudas de Shadows. Dirige cinco episodios de la serie. La Paramount lo contrata para rodar Too Late Blues, un fracaso comercial, y lo cede a United Artists para Ángeles sin paraíso, pero Stanley Kramer, productor de la película, le aparta de la película en el montaje. Se cancelan sus contratos y abandona Hollywood. Tras aceptar el papel de un campeón de karts convertido en gangster en The Killers, emprende la gran aventura de Faces, rodada y montada en su propia casa. Para financiar el proyecto actúa en películas como The Dirty Dozen y, sobre todo, Rosemary's Baby.En el momento de su estreno, Faces es nominada a los oscars al mejor guión y tiene un relativo éxito comercial. Adquiere esa independencia tan deseada que le permite encadenar Husbands, Minnie & Moskowitz y A Woman Under the Influence, rodados con su mujer y sus amigos (Ben Gazzara, Peter Falk, Seymour Cassel). Por amistad incluso codirige con Peter Falk un episodio de Columbo. The Killing of a Chinese Bookie marca el final de este fasto período. Es un fracaso comercial, mientras que Opening Night no llegará siquiera a estrenarse.Una vez más Hollywood le soluciona la vida financiera, pues Columbia le propone rodar un guión que les había vendido. Será Gloria, en 1980. Paralelamente a su actividad cinematográfica, Cassavetes se entrega en ocasiones a la puesta en escena teatral. En 1981 produce tres obras a la vez, una de ellas se convertirá en Love Streams, su última película. Ya enfermo acepta sustituir a Andrew Bergman en Big Trouble, una comedia interpretada por Peter Falk. Entre sus películas como actor hay que citar también Micky and Nicky, de Elaine May, Fury, de Brian de Palma y The Tempest, de Paul Mazursky en 1982 (con Gena Rowlands). Rodeado de numerosos proyectos, John Cassavetes fallece el 3 de febrero de 1989.
John Cassavetes, la fuerza vital Las metamorfosis del cuerpo
Descubrir una película de Cassavetes equivale a tener una experiencia física única en el cine. El espectador es arrastrado en el torbellino de una sensación ardiente e inmediata, en la pura proximidad de la pantalla, toda distancia suprimida. El cine de Cassavetes es en primer lugar una formidable potencia vital, la voracidad de existir. Todo el mundo recuerda las largas secuencias de Faces, Husbands, A Woman Under the Influence, en la que los actores y los personajes confundidos se abandonan a esa fuerza existencial hasta la locura o el agotamiento corporal. El cuerpo, pues: un cuerpo fuerte y débil, bola de nervios o sensaciones arrastrada al peligro de su propia pérdida. Un cuerpo o mejor dicho, cuerpos que se entremezclan hasta el punto de hacerse a veces indistinguibles. (...) El ideal de Cassavetes: dos cuerpos que se hacen uno. El tocarse será pues capital porque es el único lazo posible entre dos cuerpos. La cámara misma se hace táctil, es un ojo que, más que ver, toca los rostros, los cuerpos. A menudo el cuerpo falta. Ese cuerpo tan presente, tan intenso es un cuerpo frágil, acosado por la autodestrucción. En Husbands, Opening Night, Faces, A Woman Under the Influence o Love Streams, Cassavetes multiplica las imágenes de cuerpos que se debilitan, se vacían de su sustancia bajo el imperio del alcohol, de la locura o de los medicamentos. Cassavetes rastrea los momentos de pérdida de sí, cuando la carne está si cabe más presente porque se descompone. Si Garrel filma el cuerpo en el proceso de construirse, Cassavetes se emplea en desintegrarlo. Pero esta destrucción se acompaña de una reconquista del yo. (...)
Lenguaje y flujo
Esta hiperpresencia del cuerpo no debe enmascarar la experiencia del lenguaje propia del cine de Cassavetes. Hay que escuchar la banda sonora de sus películas antes de intentar comprender el sentido de las palabras. Fundada sobre el ambiente sonoro, inseparable de los ruidos, la voz sin embargo resalta. En Cassavetes hay algo de lingüista salvaje y activo (un poco como en Rozier). En primer lugar porque escenifica las situaciones comunicacionales más sorprendentes. (...) Después, porque despierta en la lengua todo un infralenguaje que normalmente el cine trata de borrar. Los acentos, las inflexiones de la voz participan en los diálogos, pero también las risas, los llantos, las onomatopeyas, las canciones, los tartamudeos, los balbuceos, los encabalgamientos de palabras, las repeticiones, todo lo que a la vez precede y constituye también el sentido. El cine de Cassavetes es literalmente intraducible: de ahí la necesidad absoluta de ver las películas en versión original. Cassavetes no es exactamente un dialoguista, es más bien un organizador de ondas, alguien que despierta los sonidos y las lenguas. En esta perspectiva se puede ver Faces como un verdadero documental sobre las risas, sobre la forma en que se desencadena, las intensidades, duraciones, los tonos, cualitativamente distintos en cada personaje.En Cassavetes todo es flujo. El lenguaje es un flujo que querríamos que no cerrara. El cuerpo es un nudo de flujos difíciles de controlar. El flujo es lo que circula entre los seres, sobre todo flujo de amor (Love Streams), invisible y no personal. El amor es una energía vital que desborda al ser por todas partes. Cassavetes está lo más cerca posible del afecto, de la pura emoción. Su estilo, tan perfectamente reticente al logro formal, encuentra ahí su coherencia interna. Los desenfoques, los reflejos irisados, los negros, los movimientos imprevisibles que rompen el encuadre son las huellas el rastro de esta energía invisible. Ya no se trata de tomar la fotografía de lo visible, sino por el contrario de capturar el aura del momento, el movimiento interno de los seres, el calor (en el sentido térmico) del instante.
Lo indeterminado
Lo que está aquí en juego es el cine como el arte de lo no terminado. No terminado externamente, al nivel de la película, no terminado internamente, en el nivel del plan. Cassavetes es un cineasta del devenir. La forma del devenir es la huida hacia adelante. La de Cosmo Vitelli en The Killing of a Chinese Bookie, la de Gloria Swenson en Gloria. Es como si el devenir empezara mucho antes de la primera imagen y siguiera después de la palabra Fin. El final de las películas de Cassavetes está casi siempre en suspenso, abierto no porque no sepa cerrar una película sino, de manera más fundamental, porque ese fin es necesariamente provisional y debe inscribir en su seno la posibilidad de un después. Una de las grandes virtudes del cineasta es haber introducido lo indefinido en el corazón del cine americano. Por supuesto, cineastas como Ray y Tourneur se habían acercado, pero Cassavetes fue sin duda el primero en llevar la indeterminación al plano del estilo, de la forma de filmar. (...)
El teatro y la histeria
Históricamente, todo es sincrónico. En el momento en el que Cassavetes rueda Shadows, Jean Rouch, Godard, Rivette o incluso Oshima inventan en Europa y Japón un cine que da fe de esa libertad de acción frente al relato, los actores, el montaje (en particular los raccords) Quisiera señalar la relación entre el cine de Rivette y el de Cassavetes. Primero porque Rivette es el único cineasta de la Nouvelle Vague que ha trabajado sistemáticamente sobre la improvisación, después porque las películas de Rivette, a partir de L'Amour fou (contemporánea de Faces) dan, como las de Cassavetes, esa sensación de avanzar por la cuerda floja a merced de una fantasía imprevisible, finalmente, porque una y otra mantiene una relación extraña y apasionante con el teatro. (...) El teatro, sin duda, pero no cualquier teatro. Un teatro existencial, desquiciado, indescriptible, que no se aparta de la vida. Un teatro familiar, en íntima relación con la locura. Cassavetes renueva los lazos de la histeria y del teatro. La histeria es, en A Woman Under the Influence, Opening Night y Love Streams, la demanda de amor, tema profundo de todas las películas de Cassavetes, que responde a la vez a esa necesidad de representar que supone la mirada del otro. De ahí la recurrencia de escenas de tres en las que uno de los personajes encarna al tercero que observa, el espectador inseparable de la histeria el actor. La histeria es el sobrante del amor, ese gasto frenético que la psiquiatría es incapaz de canalizar y comprender.
El filo de la navaja Como la locura, el alcohol es una forma de soltar amarras. John Cassavetes es el gran cineasta del alcohol, y no solamente por ser éste sin duda la causa de su muerte. Como Malcolm Lowry, otro gran alcohólico, Cassavetes no se limita en Husbands a enseñarnos personajes que se emborrachan, sino que mete el alcohol en las venas de la película y nos hace entrar en el núcleo de la percepción alcohólica. La cámara y el espacio son presos de una ebriedad perturbadora. El espacio alcohólico rompe la geometría y consuma la pérdida de referentes. (...) Ante el trío de Husbands, todo actor que remeda la ebriedad nos parece falso. El alcohol, la locura, son formas de viaje en el que el individuo avanza sobre una delgada línea, el filo de una navaja y a cada momento puede caerse de uno u otro lado. El riesgo, el peligro, es indisociable de las aventuras de los personajes así como de la película. Cassavetes es por supuesto el contemporáneo de la América psicodélica, pero su mayor originalidad es haber filmado el viaje de los americanos medios, ni heroicos ni intelectuales. A menudo se tiende a relacionar a Cassavetes con Europa, pero es probablemente el único cineasta de los últimos veinte años que ha mostrado la América media desde el interior, dedicándose a desvelar la parte de estupidez, de locura, de delirio que yace en todo americano y quizá en cada uno de nosotros.
Cassavetes y Hollywood
Esto aclara algo sobre la compleja relación de atracción y repulsión que Cassavetes mantenía con Hollywood. Sabemos que, antes que cineasta, fue un actor que hubiera podido ser una especie de nuevo Bogart. Ligado a la aparición de un cine independiente neoyorquino toma, desde Shadows, distancia respecto a sus amigos. Ante el éxito inesperado de la película, Paramount le propone rodar Too Late Blues, película más clásica, pero injustamente desconocida. Para United Artist realiza después Ángeles sin paraíso, remontada por el productor, Stanley Kramer. De hecho, no se adapta al sistema y prefiere recuperar su libertad para la gran aventura de Faces, rodada y montada en su casa. Pero sus películas más independientes no dejan detener relación con el conjunto del cine americano. Cassavetes hereda los géneros hollywoodienses, el cine negro, la comedia, y los trabaja desde el interior de su propio estilo. (...) Algunos momentos de Faces, Minnie & Moskowitz, Husbands o Love Streams no están demasiado alejados del espíritu de la comedia americana, en particular por la mezcla de tonos. (...) Cassavetes no es solamente el modelo del cineasta antihollywoodiense. Es más bien alguien que, levantando acta del fin del sistema, decide seguir su propio camino. Por supuesto la estrategia de hacer un cine familiar, en casa, influye en la construcción de su mito europeísta. Pero intentar aislarlo excesivamente de sus compatriotas podría ocultar su impacto en el cine americano contemporáneo. Por su exigencia altiva de independencia, es el vínculo indispensable entre los solitarios de ayer y los de hoy. (...) John Cassavetes es aquel por quien la vida entró en el cine. Y eso, ningún cineasta, americano o no, podrá olvidarlo nunca. Thierry Jousse, Cahiers du cinema, marzo 1989.
Faces (John Cassavetes, 1968)
Cuando John Cassavetes aborda su cuarta película, Rostros (Faces; 1965-1968), pasa por un mal momento. Su anterior película, Ángeles sin paraíso (A child is Waiting; 1963) le ha colocado en una posición complicada dentro de la industria; sus discusiones y luchas con Stanley Kramer, productor de la misma, le han alzado en el ranking de la lista negra dentro de los estudios, algo que ya se había ganado, poco a poco, por su actitud, siempre beligerante, extremadamente independiente. Sin duda alguna, algo así sólo tenía una salida radical: o su hundimiento o su lanzamiento. Claudicar o asentarse. Y comienza a gestar Rostros.
"¿Has pensado alguna vez qué le dice un tío a una puta cuando se despierta en su cama a la mañana siguiente?", le pregunta Cassavetes a Maurice McEndree, el amigo que produjo y montó Sombras (Shadows; 1959), la ópera prima del realizador. Vuelan de Nueva York a Los Ángeles, donde ambos colaboran en la producción de una serie de televisión que Cassavetes ha tenido que aceptar para conseguir el dinero que necesita para pagar sus deudas. Son momentos de frustración. De deseos de crear y no poder hacerlo. Y surge esa pregunta. Cassavetes solía operar de ese modo: partiendo de una frase, de un acontecimiento, de algo a simple vista banal, componía sus historias. De esto se deriva que su cine, a modo general, no sea un cine de ideas, de grandes asuntos, sino algo cotidiano, real; no busca nunca el crear grandes discursos, sino proyectar grandes emociones. Por eso Rostros puede adolecer, como casi toda su filmografía, de un escaso peso narrativo, ya que todas sus historias se sustentan en largas secuencias que forman bloques en las que buscaba, antes que nada, que las emociones, los sentimientos de los protagonistas, fueran quienes guiaran la acción e hicieran avanzar la historia. En ocasiones, al ver sus películas, se puede pensar que Cassavetes ignoraba la puesta en escena, que no la cuidaba. Sin embargo, no es cierto.
Como todos los grandes cineastas que de una manera u otra desarrollaron gran parte de su carrera en la década de 1960, Cassavetes se adentró en el lenguaje cinematográfico para explorarlo, si bien él no era consciente de que estaba haciendo tal cosa. No era un cineasta de conceptos teóricos, aunque tenía bastante claro lo que para él consistía y significaba el cine. Siempre busca adentrarse en las emociones de los personajes, a quienes trataba como personas reales, quizá porque la gran mayoría de ellos poseían muchas de sus señas de identidad, de sus sueños y pesadillas, de su amor y de su odio. Deseaba que el espectador se sintiera identificado con aquello que sus imágenes mostraban, o con parte de ello, de ahí que tuviera claro que su estilo debía de adecuarse a esta idea emocional, poniendo a la técnica al servicio de los sentimientos y no a la inversa.
Tras el rodaje de Rostros, Cassavetes se encontró con un material de ciento quince horas; como es lógico, el montaje fue largo y caótico. Hubo diferentes versiones, desde la primera de ocho horas hasta la definitiva de algo más de dos horas, pasando por una de seis u otras que oscilaban entre las tres y las cuatro horas de duración. Sin embargo, el resultado final, a pesar de tantas idas y venidas, cortes y ampliaciones, modificaciones y problemas, es excelente. Esto se debe a que durante el rodaje, en cada secuencia, Cassavetes buscaba las expresiones faciales y corporales de los actores, su relación con el espacio y entre ellos, encontrar la expresión emocional más acorde con aquello que estaba sucediendo frente a él. No tenía en cuenta la continuidad entre planos ni el sentido en su relación, sino que dejaba todo supeditado al azar. Confiaba en que cada plano o secuencia poseería la suficiente fuerza expresiva como para no tener luego que preocuparse demasiado durante el montaje, realizando éste durante el rodaje. De este modo se puede entender que una secuencia que debía de durar cuarenta minutos quedara reducida finalmente a escasos cinco segundos...
Cassavetes y varios operadores, cámara en mano, se movían por el escenario (normalmente su casa o la de algún familiar) buscando a los actores. Les dejaba total libertad de movimiento, podían improvisar aquello que desearan. Había una cierta idea trazada previamente, pero nada lo suficientemente rígido como para que ellos no sintieran que la acción les pertenecía. De ese modo, deseaba encontrar la mayor expresividad del momento, no obligar a que los actores tuvieran que recordar unas frases concretas, dejando que ellos mismos encontraran aquellas que mejor se adecuaran a la situación al sentir ésta como real, como inmediata. Realizaban ensayos previos, pero nunca para concretar nada, tan sólo para medir la calidad del momento, mejor dicho, para anticipar sus posibilidades. Una vez que las cámaras comenzaban a rodar, entonces, todo era cuestión del azar. Se buscaba la magia del momento, recoger un instante concreto e irrepetible, casi como un documental, a pesar de que todo fuera una representación.
Rostros siempre ha destacado por el tratamiento que Cassavetes otorga a los primeros planos, en ocasiones primerísimos, buscando encuadrar los rostros de los personajes desde una cercanía, en ocasiones, excesiva. El rostro se convierte en la pantalla, ocupa todo el encuadre. Son planos que intermedian entre secuencias, casi como planos de transición y que podrían dar una idea errónea sobre su naturaleza, como si fueran innecesarios al romper la continuidad narrativa. Sin embargo, Cassavetes buscaba una expresión artística, casi vanguardista, donde poco le importaba que la narración pudiera verse alterada por esos planos, por esos acercamientos a los rostros donde la superficie de la piel, a través de la fotografía, posee una textura casi palpable. En realidad, antes que planos de transición, los rostros se convierten en una narración en sí misma: son los rostros, y sus expresiones, quienes nos cuentan algo.
Cassavetes busca el suspender la acción, dejándola avanzar pero nunca de manera cómoda para el espectador, rompiendo la narración en apariencia para que antes que seguir un hilo narrativo se cree un sentimiento empático entre aquel y los personajes. Cassavetes manipula el medio cinematográfico para darle otro significado, para que las emociones tomen el sentido del mismo y se proyecten. Si durante la década de los sesenta fueron muchos los cineastas que concibieron el cine como un medio expresivo diferente a como tradicionalmente había sido tratado, Cassavetes, al respecto, no se quedó detrás. Tuvo siempre en mente que una película tenía una función precisa, y ésta era la de transmitir emociones reales, cotidianas, a los espectadores; no tenían por qué ser agradables, pero nunca debían de estar manipuladas. El cine debía de poseer un poso de verdad puro; un cine casi material, visceral. Para ello, el tono general que había imperado en el cine (sobre todo en niveles comerciales) no era de mucha ayuda. Había que innovar, manipular, remodelar el concepto de cine. Había que crear algo nuevo, aunque fuera partiendo de preceptos establecidos.
Uno de los aspectos más importantes y modernos de Rostros reside en como Cassavetes limpia el encuadre, limitándolo a un mínimo de personajes y objetos, para que la mirada se centre en ellos y se olvide de otros aspectos. No quiere que el espectador guíe su mirada en busca de contemplaciones formales, tan sólo debe sentir aquello que ocurre ante él. La película es que lo que se ve, nada más; ni nada menos. Cada plano se alza como una representación emocional que posee importancia propia, aunque su relación con el resto posea relevancia. De alguna manera, podría decirse que Cassavetes crea cuadros, donde poco importa donde está la cámara colocada; es la superficie, lo que se ve, lo que en realidad posee relevancia.
En esto, Cassavetes se acerca a Antonioni, quien mostró mejor que nadie que había que mirar a lo real, a lo tangible, a aquello físico que se encuentra ante nosotros, porque mirar más allá, mirar adentro, no produce más que vértigo. Porque no hay nada. El vacío y la nada. Y es mejor centrarse, y agarrarse, a aquello que vemos, aunque sea mediante una representación como es el cine. Cassavetes tenía claro que había algo enfermo dentro de la familia media americana. Así lo mostró, pero nunca quiso entrar en formulaciones teóricas ni morales, sino mostrarlo con la mayor veracidad posible, pues sabía que el espectador comprendería mejor el asunto si se ponían las emociones de por medio.
John Cassavetes
Solo ante el peligro
Su nombre es sinónimo de cine independiente. John Cassavetes es de esos hombres que se puso el séptimo arte por montera, y decidió hacer las películas que él quería. Al menos a la hora de dirigir.
Neoyorquino con ancestros griegos, John Cassavetes nació un 9 de diciembre de 1929, pero no llegó a cumplir los 60 años. Una cirrosis segó su vida en 1989: le gustaba beber, y no le afectaba… aparentemente. Su hígado sufrió el castigo, y tuvó que decir adiós tempranamente a su esposa de toda la vida, la actriz Gena Rowlands, con la que hizo diez películas, y a sus tres hijos, que siguieron sus pasos cinematográficos con mayor o menor fortuna, Nick, Alexandra y Zoe.
Con inquietudes actorales tempranas, Cassavetes estudió en la Academia Americana de Artes Dramáticas de Nueva York. Su sólida formación para la escena, le valió pequeños papeles en teatro y televisión a lo largo de la década de los 50. Estas tareas las compatibilizó con la de impartir clases de interpretación a aspirantes a actores. Precisamente de un ejercicio de improvisación con sus alumnos, realizado en su apartamento, nació su primer film como director: Shadows (1959), estandarte del cine independiente, hecha con escasos medios pero con muchas ganas, y que al pintar personajes cotidianos y sus conflictos con un realismo desgarrado poco visto hasta la fecha, se acercaba al ‘cinéma verité’. Cassavetes nunca abandonaría su faceta de actor. Al igual que Orson Welles, intervenir en un film actuando le proporcionaba la necesaria financiación de las películas que dirigía. Y entregó interpretaciones en filmes populares, los más llamativos sin duda Código del hampa (1964), Doce del patíbulo (1967) –que le valió una nominación al Oscar– y La semilla del diablo (1968).
Las experiencias del cineasta de dirigir para un estudio resultaron insatisfactorias. Too Late Blues (1962) y Ángeles sin paraíso (1963) le dejaron un regusto amargo, le faltaba libertad de movimientos. La segunda, por ejemplo, supuso desavenencias con el productor, Stanley Kramer, que la remontó a su gusto. A partir de ese momento la apuesta por el cine independiente era una completa realidad, y los guiones los escribiría él.
El aire ‘casual’ de sus películas contribuyó a la leyenda de que las películas de Cassavetes eran improvisadas. No era cierto. Como dijo Peter Falk, que repitió en cinco de sus filmes: “¿Quién diablos puede improvisar unas líneas tan buenas?”. El cineasta manejaba un guión, y la mayor parte de las frases eran suyas, pero aquello tenía el aspecto de ser la vida misma, tan penetrante era su análisis de la psicología humana, y por eso algunos pasajes parecían espontáneos, como si la cámara los hubiera atrapado por puro azar.
En Faces (1968) pintó a un matrimonio en descomposición, y las compensaciones que se busca cada cónyuge fuera de su relación. Ello le supuso una nominación al Oscar por el guión, más otras dos para los actores secundarios. Maridos (1970) mostraba a un grupo humano afectado por la muerte de un amigo; fue el primer film que, además de escribir y dirigir, coprotagonizó. Insistió en el análisis de las relaciones amorosas en Así habla el amor (1971). El camino estaba maduro para Una mujer bajo la influencia (1974), uno de sus trabajos más sólidos, acerca de un matrimonio que tiene que salir adelante, con sus hijos, a pesar de la locura de ella; en este film las candidaturas a la estatuilla dorada asomaron en las categorías de director y actriz, extraordinaria Gena Rowlands.
Menos interés tuvo el thriller The Killing of a Chinese Bookie (1976), donde el protagonismo corría a cargo de Ben Gazzara, otro habitual de Cassavetes, en seis de sus filmes intervino. En cambio Opening Night (1977), apasionante exploración del alma humana en el mundo del teatro, y que durmió en una estantería casi diez años por falta de distribuidor, es uno de los grandes filmes de su autor, del que son deudores cineastas como Pedro Almodóvar y su arranque de Todo sobre mi madre.Gloria (1980) fue concebida como una trama comercial, que Cassavetes propuso a su amigo Peter Bogdanovich. Finalmente la dirigió él mismo. Thriller realista sobre un niño testigo del asesinato de su familia, y protegida por una vecina nada modosita, el film tenía fuerza, Gena Rowlands mereció su segunda nominación al Oscar. Probar fortuna en la dirección teatral dio pie a Corrientes de amor (1984), mientras que la comedia Un hombre en apuros, su último film, lo asumió por hacer un favor a su buen amigo Peter Falk. Precisamente éste hizo un perfecto resumen de los intereses cinematográficos de Cassavetes: “Cada una de sus película trata siempre de lo mismo. Alguien dijo ‘El hombre es Dios en ruinas’, y John veía las ruinas con una claridad usted y yo no podríamos soportar.”